Buscando verde

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Hay un solo lugar en el hospital que logra hacerme temblar. En donde mi corazón se desespera, mi voz se agudiza, mis ojos brillan agua. Vuelvo a ser chiquita, esconderme con mamá. Siento que no sé de nada, ni nadie; solo sé que no quiero ver lo que veo. Salir antes de haber entrado.

Lo voy a describir como se lo describí yo a mis compañeras del voluntariado. Allí donde abundan las computadoras y todas las camas están ocupadas, semejante a un control de televisión, a una representación social de una nave espacial. Semejante a todo lo que la imaginación puede crear, pero nada tan real como lo que esSí, cada monitor cuenta los latidos de un reinicio o un fin, y cada camilla blanca ocupada por una vida que está en la decisión de irse o quedarse. 

Acceso restringido”. ”Ingrese clave para entrar”. ”Internación Coronaria”

Una de mis compañeras se equivocó y me pidió que fuera a dejar un jabón por error a ese sector. Como siempre e ingenua, no sabía a dónde me estaba metiendo ahora. Pensé que era una parte nueva en donde se estaba implementando más tecnología para atender a los pacientes. Cualquiera que me escuche dirá que soy una ignorante, y yo le afirmaré con la cabeza que sí. Pero…”preferible ser burro una vez, que toda la vida”, dice el refrán.  

La idea de nena de quinto grado, la ilusión del hospital modernizado me duró quince minutos. El mismo tiempo que dejé los jabones y me pidieron que me fuera, porque habían fallecidos dos pacientes, y otro habían salido corriendo a verlo. En el medio tres camas, cada una con un familiar que habían pasado a la sala por el mismo tiempo que yo. Dos de los pacientes estaban completamente dormidos, no respondían; el otro parecía que felizmente estaba mejorando. Ese cubículo era una fiesta y la luz de todo el cuarto. 

Salir de ahí significaba ver familias enteras que esperaban respuestas de alivios. Era ver lágrimas y escuchar palabras de consuelo que parecían insuficientes. Pero, algo que siempre me llamó la atención es que entre los grupos de seres queridos de los pacientes siempre había esperanzas y fe. No faltaba el integrante que era capaz de jurar por su vida que el final del episodio iba a ser feliz y que pronto se iban a ir todos juntos, contentos a su casa. Cuando conectaba con esa persona, me volvía la paz y podía seguir con mis tareas.

Durante mi corto tiempo en hospital he visto mucha gente esperando parada, sentada, acostada, esperando en sí. Con dolor y alegría escuchando voces de médicos, rezando, pidiendo a quien crean para que la persona que vienen a ver salga bien. Y yo lo único que hice siempre cuando los veía era sonreírles. Como si les diera alivio. No sé si los ayuda, pero siento necesidad de hacerlo y lo hago. 

Mayo pasó volando para algunos, pero para Rosa fue un mes muy duro. Difícil de contar. Cada viernes que llegaba a su habitación se repetía la misma historia. La enfermera luchando para darle una pastilla, que Rose terminaba tirando y yo la encontraba entre las sábanas de su cama. Darle de comer era un juego olímpico, una guerra mundial en el que me veía siempre vencida. Me conformaba con tres bocados, un silencio y una sonrisa, lo suficiente como para poder marcharme y desearle buena semana.

El viernes pasado fue distinto. Llegué y estaba la enfermera charlando con ella. Parecía que se estaban riendo de todos modos. Yo instantáneamente sonreí, me sorprendí un poco. Cuando la mujer se iba, me dijo que durante toda la semana no había probado ni un bocado, solo un poco de jugo y medicamentos.

Le insistí, le rogué, probé con todo. Le di bizcochos de grasa, sus preferidos. Los había comprado para ella. Pero fue imposible, no quería comer. Estaba descubierta y se le veían sus piernas delgadas. La tapé, la miré fijo. Y empecé a repetirle, casi como una madre retando a su hijo, que comiera. Hasta que se cansó.

Roses, comé. Si no comes te vas a…” Y sí lo dijo, no lo quería escuchar, lo repitió varias veces, o era el eco de la habitación, o mi simple cabeza que quería que se me borraran sus palabras. Lo dijo fuerte, despacio no sé. Sé que  me paralicé, me congelé y me derretí en un instante. Dijo que ella quería, tenía la voluntad de no comer. Ella se quería morir.

La miré tan fijo y la abracé. Me agarró la mano y me repitió la palabra muerte. ‘‘No hay más Roses, no hay más pastillas. Me quiero morir”. 

Ahora yo era como los familiares que buscan esperanzas cuando saben que las respuestas son igual a un camino negro sin salida. Soy yo la que había entrado a ver a una persona que ya no respondía. Yo la que esperaba sentada, yo la que mis ojos eran gotas de lágrimas y la cabeza le explotaba. Ahora soy yo la que le falta paz, le falta alivio.

Este viernes me encontré sintiéndome un familiar más, un ser querido que viene acompañar. Después de eso, en todos estos encuentros, en estas dos horas semanales había dejado de ser una voluntaria, la había empezado a querer. No puedo explicar lo que sentí, pero tenía miedo, miedo de verdad de perderla. Algunos no me entiendan, es imposible explicar cómo uno es capaz de querer alguien que la ve por minutos, que apenas te habla, apenas te escucha y pocas veces te entiende. Pero, hay algo que nos une, algo que nos conecta. Una mirada profunda, palabras justas y silencios certeros.

A la vez, sentía duda. Tal vez soy injusta. Yo quiero que viva, es mi deseo. No el de ella, ella quiere dejar de existir. Está cansada de una vida que no es vida. Y nosotros somos egoístas, nosotros tememos a la muerte y la queremos tener presente cuando esa mujer dejó de estarlo cuando la internaron por primera vez.

Me fui sin decir nada, no lo quise hacer. Me encontré con una voluntaria, entonces me sequé las lágrimas como si nada hubiese pasado. Sentía que no iba a comprender mi sentimiento.  Me pidió que dejara algo de comer en otra habitación. Fui rápido, todo me parecía extraño, quería volver a mi casa y llorar a escondidas . Pero, el ” show debe continuar”. Yo como siempre heroína, bruta y sin sentimientos. Decidí ir hacer lo que me pidieron.

Allí estaba Rosario. Tenía cáncer y la estaban por operar. Rosario tenía tanta fuerza encima, tanta alegría que logró en dos segundos iluminarme. Me calmó ella a mi, cuando debería ser al revés. Rosario era la esperanza que hoy estaba buscando. Con peluca, con dolor, con incertidumbre por su enfermedad y sin familia, me abrazó a mi que estaba llorando. Me miró con la sonrisa que yo miro a los familiares de los pasillos. Y sí, la escuché hablar y me volvió la paz. Agradecida, recuperé mi espíritu.  Me retiré de la habitación de Rosario y volví a lo de Rose.

 

No podía irme sin saludarla. Ya estaba dormida, la arropé, le apagué la luz.  

Hoy temí dejarla y que me digan que su habitación ya no era suya. Que su cama estuviese ocupada por otro, o simplemente vacía.

Y así con los nervios y miedos que me abundan juré esperar la próxima… 

Entonces,  susurré muy despacio, casi en silencio para no molestarla.  

Buenas noches, Rosa 

 

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